top of page

En línea

Ezequiel Martinez Wagner

27 de may de 2022

Ser dejado por una mujer. Intentar recuperarla. A toda costa.

En línea

Allí la esperó. Claveles en puño, tacón martillando el asfalto. Su reloj de muñeca tiritando ansioso. Se acomodó el flequillo engominado, olfateó las solapas de su traje y reinició el ritual.


Veía las cortinas que cubrían las ventanas de la oficina abrir paso a unos rostros curiosos, comentarios inaudibles cuchicheados, risas y reprobación. Buscó el celular en los bolsillos de su pantalón y casi se infarta al no dar con él. Revisó los bolsillos del traje y por poco se le caen las flores. Finalmente sintió el sólido peso del artefacto en un bolsillo interno y logró extraerlo con suma delicadeza; hacía poco se le había partido la pantalla y no quería volver a sufrir un accidente del estilo.


Abrió la última conversación con ella y el corazón se le hizo un puño. Hacía setenta y tres horas que no estaba en línea. Podían haberle robado el celular, podía estar tapada de laburo, podía haberse olvidado de cargar el teléfono, podía habérsele roto. Evadió lo más que pudo la idea de que estuviese ignorándolo, de que lo hubiera bloqueado, pero poco a poco la siquiera posibilidad de que aquello fuera cierto comenzó a calar hondo dentro de lo más profundo de su inconsciente.


¿Podía ser? Era su esposa, y la pelea había sido una como tantas otras. Se lo advirtió, no podía decir que no. La relación no estaba pasando por su mejor momento, pero no podía estar siendo ignorado de una forma tan vil y desalmada. La cama estaba fría por las noches. El silencio rebotaba en las paredes congelando los ambientes. La extrañaba, y estaba seguro de que ella a él también. No iba a poder aguantarse mucho más, era cuestión de que viera los claveles y se derrumbaran sus defensas.


De pronto, los cielos se nublaron sobre su cabeza. A los pocos minutos escuchó el ruido de cientos sino miles de paraguas abrirse metálicamente. Una bandada de oficinistas abandonó el nido como si una catástrofe se hubiese desatado dentro del edificio. Al pasar a su lado lo observaron, lo juzgaron, bajaron la mirada. Sus chapoteos lo ensordecieron por un tiempo que le pareció interminable. Pero ella no estaba entre ellos. Se había escurrido entre la muchedumbre sin que se diese cuenta. Lo estaba evitando, y eso le partió el alma.


Decidió jugar su última carta y la llamó. Los claveles absorbían el agua de la llovizna gozosamente, no así la seda de su traje que comenzaba a succionar todos y cada uno de los poros de su piel. El teléfono insinuó algún que otro tono, pero rápidamente la contestadora se hizo cargo de la llamada. O tenía el teléfono apagado o efectivamente se lo habían robado. Bien podía estarle cortando, pero realmente no tenía motivos para hacerlo. La pelea no había sido tal. ¿Habría cambiado de número? No pudo evitar que los vellos de sus brazos se erizaran de solo pensarlo.


Recordó el dulce aroma de su piel, la armoniosa cadencia de su voz, su deliciosa sonrisa, sus ojos infinitos, el suave tacto de su mano, la fogosa pasión de su intimidad, su inteligencia brutal e inigualable, su humor absurdo y extremista. No podía perderla, no aún. No habría sido el mejor esposo, pero estaba dispuesto a todo para recuperarla.


Al rato, sus lágrimas confluyeron con las gotas de lluvia, y el agua que lo abrazaba se volvió casi tan abismal como la misma desolación que lo acongojaba. Volvió a ver el celular y abrió su foto de perfil. Él seguía en ella, abrazándola, haciéndola sonreír. En eso, alguien le tocó el hombro. Su mano soltó el teléfono casi de inmediato, y por poco se desvanece. Tenía que ser ella.


El ruido del cristal de su teléfono volviendo a estrellarse contra el suelo logró volverlo en sí justo a tiempo. Su hermano lo sostuvo con fuerza y arrimó el paraguas sobre su cabeza para que pudiese cubrirlos a ambos. Le pidió que se subiera al taxi, le suplicó que dejara de hacer papelones, le advirtió que se enfermaría. Él, por su parte, no podía comprender qué hacía ahí, cómo lo había encontrado. Le contestó que sí, que se subía al taxi, pero que antes tenía que entregarle las flores. No había ido hasta su oficina para nada. Su hermano asintió con pesar y le dijo que si se subía al auto, podría hacerlo. Una vez dentro, le preguntó con una inocencia infantil si creía que aceptaría los claveles. Él volvió a asentir, bajando la mirada.


Pocos minutos después de dejar las flores sobre su lápida, volvería a preguntarle a su hermano por qué creía que el amor de toda su vida aún no le contestaba los mensajes.


Ezequiel Martinez Wagner

Registrado en la DNDA, Julio 2022

bottom of page