top of page

Gradas vacías

Ezequiel Martinez Wagner

21 de nov de 2022

Un joven le recrimina a su papá que nunca va a verlo jugar al fútbol. Pero una noche, todo cambia.

Gradas vacías


Una vez le recriminé a mi viejo que nunca me venía a ver jugar al fútbol con el equipo del colegio. Un comentario al pasar, inofensivo, de quien tiene algo para quejarse sin esperar una solución al respecto. Solo marcar una falta en el otro para poder justificar las propias luego. Y a veces, ni siquiera.


El equipo era bastante mediocre. Con decir que yo era de los jugadores más importantes, eso ya habla por sí mismo. Jugaba de cinco, organizando un poco al equipo, eligiendo las jugadas. Jugadas que nunca habían sido ensayadas porque no existían. Y equipo cuyo director técnico no paraba de decirnos que jugáramos para divertirnos, porque hasta ahí llegaban sus indicaciones.


Y lo hacíamos, nos divertíamos, pero nunca jamás en todos mis años en el equipo lo escuché dar una directiva que se preciara de considerarse estratégica. Aplausos innecesarios, risas, palmadas en el hombro y el famoso “a divertirse”. No mucho más.


Así y todo, ese fue el mejor profesor que tuvimos en el secundario.


La única regla de oro era que todos jugáramos al menos unos minutos. Todos. Y todo quien quisiese formar parte del equipo, podía hacerlo. No existía una selección previa, estilos de juego complementarios ni nada calificable como serio. Éramos adolescentes a los que les habían tirado una pelota y les habían pedido que la corriesen como perros persiguiendo una rama en el aire.


El tipo una vez me sacó del equipo por un codazo que le tiré a uno del otro equipo sin justa causa. Mi causa era que nos estaban bailando y muchas veces la impotencia la manifestaba a través de la violencia.


Dos semanas me dejó sin jugar. Yo no era Messi pero mi presencia en el equipo era importante. El tema es que con mi ausencia los resultados no cambiaron ni un poco. Y el castigo no solo me dio bronca por no poder jugar con mis amigos, sino porque me hizo darme cuenta de cuán irremediablemente dispensable era.


No nos venía a ver ni el loro. Jugábamos que daba calambre, pero siempre me llamó la atención que los demás colegios tuviesen la tribuna llena. Desde alumnos sin nada para hacer, los equipos de los años más chicos haciendo el aguante, familia, y gente dispuesta a regalarles minutos de sus vidas para verlos jugar.


Y yo miraba. Buscaba a papá en las gradas de los otros colegios. En nuestras banquetas vacías de todos los partidos. Metía uno de los pocos goles que hacíamos por partido y me giraba para ver si lo había visto.


Pero no. Nunca estaba.


Después en casa me preguntaba siempre cómo me había ido, y yo me reconfortaba diciéndole que por suerte no había venido porque habíamos perdido como en la guerra. Le regalaba la excusa para no dar por hecho que no valía su tiempo. Y ambos nos íbamos a dormir tranquilos de que no habíamos herido los sentimientos del otro con nuestras omisiones.


El profesor me dijo durante un partido nocturno que dejara de buscarlo en la tribuna. Me lo dijo serio. Casi enojado. Peor que el día del codazo. Y me descolocó. Sentí un hueco en el pecho, su traición me hizo hervir la sangre, y estuve a punto de pedir el cambio para cagarlo a trompadas.


Pero no. En cambio pedí la pelota, eludí a dos, tres y pateé desde afuera del área. La clavé al ángulo. Nunca en mi vida había hecho un gol desde tan lejos.


Lo miré a los ojos, desafiante. Tenía ganas de hacer otro, y otro, pero el árbitro hizo sonar el silbato para que fuésemos al entretiempo.


Todos se iban a los vestuarios cuando me llamó. Me hice el que no lo oía y terminó por alcanzarme. Intentó felicitarme pero me lo saqué de encima revoleando los ojos. Así y todo, el tipo era insistente. Me tiró un correctivo en la cabeza que me ordenó un poco las ideas y al menos me permitió escucharlo.


Me explicó que no me dijo lo que me dijo para que me enojara y pudiera concentrarme en el partido. Que si lo interpreté así, era un tarado, y que prefería un partido sin goles a uno en el que me hubiera sentido ninguneado.


Le dije que eso era un poco irónico porque acababa de pegarme, y los dos nos reímos. Me pasó un brazo por los hombros y me acompañó hasta un banco que había al costado de la cancha. No quedaba nadie cerca, solo nosotros y una pelota a nuestros pies iluminada por los reflectores de cada esquina.


Él conocía a mi viejo. Recién ahí me di cuenta de cuánto. Me dijo que habían sido compañeros en el colegio y que fue de los primeros en enterarse del embarazo del que fui protagonista. Me contó de cómo dejó el secundario en el último año para terminarlo en diferido bastante tiempo después. De cómo en el momento que se enteró, dedicó su vida entera a trabajar. Amaba y siguió amando siempre a la vieja. Tanto como para no permitirle que siguiera viviendo en un techo que no les era propio. Como para respetar su embarazo y la maternidad de esos primeros tiempos a rajatabla, a costa de darlo todo por las dos personas que más amaba en la Tierra.


Me volvió a decir que dejara de buscar a mi viejo en la grada, que si yo era tan ciego como para no verlo, entonces era un pelotudo. Me sacudió la cabellera y me dejó ahí solo con mi bronca atragantada.


Tenía la camiseta empapada contra la espalda y me dolían un poco los dedos de los pies. Vi pasar a uno de los que dejé en el piso cuando hice el gol y el tipo me saludó. Me felicitó por clavarla al ángulo y me preguntó dónde había conseguido mis botines. Me quedé perplejo con la pregunta. Venía siendo un partido chivo, pero el pibe se hizo un minuto para fraternizar con el enemigo.


Bajé la mirada y vi sus botines. Estaban hechos fruta. Agujeros en el puntín, el cuero de la marca todo salido, los cordones despeluchados. Le dije que no tenía ni la menor idea, pero que seguro en cualquier casa de deportes los conseguía. Me agradeció y se fue contento con mi respuesta.

Me quedé mirando mis botines. Fueron mi regalo de cumpleaños. Hacía meses que se los venía pidiendo a los viejos. Casi lloro de la emoción cuando vi la caja en mi cuarto.


Tragué saliva. Sentí el pasto acariciarme los tapones. Vi la línea de cal a unos metros. Los arcos con redes nuevas. Al fondo estaba el micro escolar que me había llevado a la cancha. Adentro del micro mi botinero con unos apuntes de francés para el examen que tenía la semana siguiente. Todavía no había cancelado la clase de guitarra para tener algo más de tiempo de estudio.


Parpadeé fuerte porque dejé de ver el césped. Se me vino a la mente mi cinturón punta verde de kung fu. Los profesores que me enseñaron a leer, escribir, a sumar y restar, a nadar. Recordé el accidente de mi hermana y sus años de rehabilitación. Las medicaciones de los primeros meses. Los miles de controles con los médicos. Se materializaron alrededor mío todas las vacaciones en la costa. Mis abrigos en invierno. Mis comidas en la mesa. Mi cama en casa.


El partido se reanudó a los pocos minutos y, para sorpresa de nadie, perdimos categóricamente. Esa motivación de odiar al profesor se había esfumado, tenía la cabeza en otra parte. Porque el viejo me preguntaba siempre cómo me había ido, con la culpa que le debía impregnar pronunciar cada una de esas palabras. Lo hacía a sabiendas de que podía recriminarle siempre que quisiese que no había ido. Que era un padre ausente. Que no había visto mi jugada de oro y nunca podría verla por no haber estado.


Así y todo, priorizaba mostrarse interesado, pese a todos los riesgos. Y lo peor era que no lo hacía por las apariencias: realmente le importaba y se moría de ganas de poder verme jugar.


Nos estábamos yendo cuando el profesor me pidió si podía ser el que apagara los reflectores y cerrara la cancha. Estaba tan distraído que acepté sin chistar ni repensármelo.


Caminé hasta la caja de luz lentamente. Puse mi mano sobre las teclas y me quedé viendo los faroles. Jugar de noche era un lujo.


Suspiré y el aire me salió pesado por la boca. De pronto me sentí ligero. Tenía las piernas livianas, el vientito nocturno me secaba la camiseta, la cancha vacía era un espectáculo digno de inmortalizar en la mente.


Vi los arcos a lo lejos, el pasto recién cortado, todos mis años jugando al fútbol. Estaba a punto de apagar las luces cuando decidí echar un último vistazo a las gradas. Había una sola persona, mirando.


Se hizo un silencio imposible, el viento dejó de soplar y el tiempo se detuvo. Los ojos se me llenaron de lágrimas y el corazón se me hizo un puño.


Ezequiel Martinez Wagner

Registrado en la DNDA, Julio 2022


bottom of page