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Caricias negadas

Ezequiel Martinez Wagner

26 de abr de 2022

Los perros son más que compañía.

Caricias negadas


Arrumacos prohibidos. Un ladrido chistado. El enfrascamiento en un libro merecido luego de meses sin vacaciones. Un café humedeciéndome la mano en cuenco, posando como techo abovedado sobre la taza. Su aroma tostado trepando por la piel y llegando a la nariz. La culpa asomando por la espalda, el libro que se apoya sobre las piernas, y la mano libre chasqueando los dedos con aspereza y sin ruido. Su hocico canino que se acerca, olisquea los dedos y lame las yemas, solo para recibir su premio en el cuello y arrebujarse bajo mi palma.


Me la saco de encima a los pocos segundos, ambos conformes con nuestra interacción matutina, y vuelvo a tomar el libro con mi mano libre. El sol entra pálido por la ventana, atemperando con suavidad un comedor todavía fresco luego de la helada de anoche. Un leño se resquebraja en el hogar y recién ahí me doy cuenta de que sigue prendido desde la cena. Berna sabe que no puede meterse en la chimenea, pero no podía volver a tentar al destino.


El asedio al castillo se ve interrumpido por sus patas sobre mi apoyabrazos izquierdo. Los arietes impactan los portones a su vez que sus pezuñas se liman sobre mis brazos. La empujo y permito a la guerra reanudarse sobre la tinta, pero sé que eso no le va a ser suficiente. Que una caricia no va a contentar sus ganas de comodidad que años de malcriamento le impregnaron. Vuelve a apoyar las patas e intenta trepar, pero yo necesito saber qué va a pasar, si los muros van a aguantar, si la ciudad va a soportar. La empujo y le grito. Berna me mira asustada. Viene a lamerme la mano como tregua, y se liga un manotazo en la napia. Rehúye con un ladrido ahogado y se hace pequeña en el rincón.


El capítulo finaliza a los pocos minutos. Lejos de la satisfacción de concluirlo, me encuentro con la ansiedad de continuar. Pero tengo que sacar a Berna. No me lo pide, pero sé que lo desea. Después de tres años, ya no hace falta que me lo diga.


La busco con la mirada y trato de entender por qué todavía no me pidió salir, cuando la veo en la esquina mirándome con la cabeza gacha y las orejas presas de una gravedad saturnina. Recuerdo mi maltrato y desdibujo la culpa con mi voz más aguda y las caricias más burdas. Berna lo olvida todo y mueve la cola en su increíble don de perdonar con la menor muestra de cariño.


Agarro la correa y la escucho repiquetear sus patitas contra las cerámicas de hielo. Siempre feliz de enfrentar el alba, sin importar cuán inoportuno estuviese el clima fuera. Pero lo cierto es que estamos de vacaciones. Los dos. Y algo que le diese placer a uno no debiera ser trabajoso para el otro. Tres años. Berna está grande. Es juguetona pero acata órdenes. No corre atolondrada, al contrario, camina cerca, monta guardia, me espera. Me ve dudar y gira la cabeza hacia un costado tratando de descifrarme. Suelto la correa y le guiño un ojo.


La puerta de entrada se abre y los vapores del rocío se infiltran como niebla en la casa. Me sacudo el frío sin ningún resultado, y Berna da un paso temerosa, no sabiendo si está bien andar sin su soga de sumisión. Miro a los costados y, sin decir nada, la aliento a que entienda mi comando mental. Y ella, como siempre, cumple.


Su galope hasta la esquina es fugaz y vertiginoso, veloz como pocas veces la he visto y tropezando por los saltos que su libertad imposible le imprime. La lengua le pende de la boca como los relojes derretidos de Dalí, el vapor escapa de sus fauces como una caldera en la nieve, y sus orejas trepan al cielo en alerta, alegría y frenesí.


Berna me espera como una efigie cuando veo que hace algo que no debe hacer. Que nunca hizo en años que la conozco. Un movimiento tan ínfimo que cualquiera que no la conociese, no se habría dado cuenta.

Sus cuartos delanteros se flexionan casi milimétricamente y su cabeza se inclina hacia el suelo en una provocación que aterra mis cejas arqueadas en súplica. Me quedo quieto, paralizado, no puede malinterpretar mi lenguaje corporal. Nuestra comunicación telepática está opacada por la excitación de un inminente y potencial juego, no puedo dar a entender algo de lo que luego me arrepienta.


Grito su nombre lo más conciso posible, en una ráfaga de advertencia y preocupación. Berna agacha su cabeza aún más, su hocico casi rozando el suelo, la cola priápica. El cordón de la vereda demasiado cerca, el semáforo avisándole en rojo a un perro que ve en blanco y negro que no debe cruzar. Ni ahí ni nunca.


Me doy cuenta de que si por primera vez en mucho tiempo tiene la oportunidad de jugar, no la va a soltar así como así. Yo le guiñé el ojo. Yo le saqué la correa. Tiene que jugar. Es mi única posibilidad de salvarla.


Es así que cambio el timbre de mi voz y la llamo. Me pongo en cuclillas y me golpeo los muslos para que venga a jugar cerca de mí. Berna ladra y da una vuelta sobre su sitio, haciéndome saltear un par de latidos. Doy un beso de esos que se aspiran como un ruego por llamar la atención de un animal, pero Berna malinterpreta mi mensaje y vuelve a arquearse al revés de como lo hacen los pastores alemanes, y el sudor se me evapora gélido en la frente.


En un último intento por concluir el juego, decido erguirme y emprender la marcha. Pero no hacia ella, ambos sabemos que ésa hubiese sido una orden clara de cruzar la calle. Giro sobre mis pies y, dándole la espalda, arranco a casa.


Doy un paso y escucho su ladrido recordarme que estábamos jugando. Mis ojos se me incrustan en la nuca pero no pueden percibir más que la puerta de entrada a casa aproximándose. Pienso mis próximos movimientos, los visualizo. Mi mano en el picaporte, mi amague de entrar a la casa, Berna corriendo en un galope pesado y algo decepcionado para no quedarse fuera, yo abrazándola tras el susto, yo retándola tras el abrazo, un aullido de perdón, y una nueva comida juntos. Una nueva tarde de lectura, una noche de películas. Y un nuevo amanecer de café, mimos y literatura.


Pero sus pezuñas no galopan sobre las baldosas sino sobre el asfalto, y su aullido no es de juego sino de agonía. Nunca llegué a poner la mano en el picaporte. Nunca llegué a retarla. Solo tuve tiempo para abrazarla, abrazarla como siempre y como nunca.


El sol entra de a jirones por la ventana, frío, blanco, nocturno. El hogar impregna la casa con el ulular del viento arremolinándose en lo alto de la chimenea, húmedo, apagado, lleno de cenizas heladas. El café es de ayer, me olvidé de calentarlo, pero descansa en mi mano más por reflejo que por otra cosa. El libro duerme cerrado sobre mi falda. Y, desde hace horas, mi mano libre chasquea los dedos suavemente a un costado.


Ezequiel Martinez Wagner

Registrado en la DNDA, Julio 2022

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