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El color del desamor

Ezequiel Martinez Wagner

10 de jun de 2022

Un hombre siente la distancia de su pareja y toma una decisión.

El color del desamor


Le gustaba adelantarse. Diagramar, presentir, orquestar. Ser el propio arquitecto del futuro venidero, no llevarse sorpresas, no vivir el presente. Que todo acontecimiento sucediese al pie de la letra de lo previsto, que todo estuviera bajo control, que nada se saliese del libreto.


Si bien su película transcurría en una suerte de claroscuros, en un blanco y negro borroneado y predecible, ver la mañana siguiente lo llenaba de vigor. Atisbaba el sol naciente elevarse por sobre la colina, el rocío cristalizarse sobre la hierba húmeda, los campos esmeraldas resplandecer bajo los haces dorados del firmamento que comenzaba a trocar el zafiro por el turquesa. Sentía la brisa helada abrirse paso verde y fresca por sus oscuros pulmones. El calor del sol atemperaba de forma anaranjada sus pálidos brazos. El oro fulguraba en la calma de la mañana y él no solo era testigo de ello, era un partícipe intrínseco. Y se sentía bien.


Pero no. No todavía. Faltaba un poco para aquello. Seguía en el neblinoso comedor de su casa, con un cigarrillo prendido manando el gris más opaco que vio en su vida. El púrpura de la copa entraba negro en su boca, empastándose astringente sobre las encías. Negaba con la cabeza, anhelando el verde, el turquesa, el oro de la mañana siguiente.


Miró su reloj de pulsera y sintió los minutos pasar como relámpagos blanquecinos frente a sus ojos. Faltaba poco para que llegara la dueña de todos sus celestes del pasado. La artista con la paleta brillante y sus millones de brochas.


Hubo un tiempo en que ambos se pintaban de cielo, en que sus rostros eran soles preciosos y sus ojos ámbares opalescentes. Pero la relación se había nublado. Por momentos amenazaba con llover. Los truenos estremecían los cimientos y había ocasiones en que podía decirse que eran tormenta.


No obstante, desde hace algunas semanas ella empezó a aclararse. Su azabache fue hacia el cerúleo y las nubes comenzaron a disiparse. El sol la veía pero a él parecía eludirlo. Brillaba desde adentro y no era capaz de pintarlo a él también. La escuchaba hablar por teléfono y la veía irradiar luz, veía el verde entrarle por las orejas y explotar amarillento en su corazón. Comenzó a volver tarde en las noches, a trabajar de más. Se ocultaba para tener sus llamados y volvía dorada. Lentamente se apagaba al verlo, pero la chispa de colores seguía quemando viva en sus vísceras. Era una fogata que se acostaba a su lado cada noche, pero él no era más que leña mojada tratando de apagar inútilmente sus ascuas.


El sol comenzó a bajar por la ventana. Volvió a mirar su reloj y apagó el cigarrillo. Quiso sonreír pero la mueca le salió trunca. Los haces de luz ingresaban al comedor anaranjados, y al entremezclarse con el humo se volvían rojizos. Escuchó el auto detenerse en la entrada y decidió ponerse de pie. Fue hasta la cocina, abrió el primer cajón de la mesada y le llamó la atención lo mucho que estaba tiñendo ese atardecer la casa. Tomó el cuchillo escarlata y espiró un vapor carmesí. Escuchó las llaves tintinear como rubíes en la puerta.


Cuando ella entró, se hizo de noche. Comenzó a hacer frío y no tuvo coraje para prender las luces. La oscuridad lo envolvía, todo era sombras y tiniebla. No veía la hora de que amaneciese, de que llegara lo que tanto había previsto.


Pero esa noche, el cielo decidió dejar de amanecer. Y el negro lo ocupó todo.


Ezequiel Martinez Wagner

Registrado en la DNDA, Julio 2022

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