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El observatorio

Ezequiel Martinez Wagner

1 de jul de 2022

Dos astrónomos se topan con el mayor descubrimiento de la historia.

El observatorio


Era tarde en la noche y el silencio del observatorio solo se acrecentaba por el eco del cuchillo de Paulo cortando su manzana. No sé por qué tenía ese hábito de comer manzanas a cualquier hora, pero era demasiado tarde como para interrumpirlo y quebrar ese mutismo tan necesario.


Porque apenas si nos hablábamos. Cada tanto nos señalábamos cosas en el monitor para rápidamente desestimarlas. Asentimientos con la frente, negaciones con un lento descenso de los párpados, y palmadas en el hombro con una sonrisa.


Con Paulo manejábamos los cien telescopios espaciales que las Naciones Unidas lanzaron tras el primer viaje a Marte hacía unos veinte años. No eran los más avanzados de la flota pero servían a sus propósitos. O eso nos decíamos para no desalentarnos, porque encontrar un planeta similar al nuestro, habitable, y peor, alcanzable, era algo que no se había logrado en cientos de años de astronomía humana.


Empecé a jugar con el telescopio más lejano que teníamos, el que orbitaba alrededor de Cerbero, uno de los satélites de Plutón. Y digo jugar porque me cansé de considerar mi trabajo un estudio. Ni una investigación, ni una aventura ni nada. Era un juego. La tarea era tan monumental que, si me la tomaba en serio, mi vida iba a perder sentido. ¿Cómo analizar un universo infinito en constante expansión? ¿Qué sentido tenía buscar un planeta habitable que para cuando lo viese, tal vez ya no existía?


Así que con Paulo jugábamos. Los movíamos de lugar, los orientábamos a regiones no exploradas todavía, cumplíamos los protocolos a rajatabla, con la convicción de que nada de lo que hacíamos tenía sentido.


Hasta que un exabrupto en mi respiración hizo que el cuchillo de Paulo dejara de deslizarse sobre su manzana. El silencio fue total. Solo se oía el zumbido de las maquinarias ahogando mi corazón palpitante. Ya habíamos tenido falsas alarmas en el pasado. Cientos de veces. Tanto era así que dejamos de avisarnos cuando creíamos ver algo. Sin embargo, la excitación de lo imposible era extremadamente difícil de ocultar. Y él se dio cuenta.


Moví mis manos por el teclado y el telescopio hizo foco en el punto diminuto que le pedí que revisara. Tomé otros diez telescopios y apunté al mismo lugar. Escuché las ruedas de la silla de Paulo acercarse. Lo vi mirar mi pantalla con detenimiento. Se trajo su teclado y agregó quince telescopios más.


Su manzana se oxidaba a un costado mientras nuestros dedos acribillaban las teclas. Sumé otros veinte telescopios y en tan solo unos minutos teníamos a los cien apuntando al mismo lugar. No dijimos una sola palabra en todo ese tiempo, nuestras manos y corazones hablaban por los dos.


La imagen tridimensional comenzó a formarse. Las computadoras elevaron la temperatura de la sala. Me sudaba el cuerpo entero, iba a ser otra falsa alarma, no me cabía la menor duda. Pero Paulo. Paulo estaba tenso como nunca. Habíamos dado con algo. Y era algo grande.


Los pixeles comenzaron a conglomerarse en el centro de la pantalla. Un rombo se transformó en un cubo y luego en una esfera. Pasó de un punto gris a uno azulado. Las nubes blancas opacaban de a sectores la intensidad turquesa de la superficie del planeta. Y de pronto, tierra. Tierra firme. Montañas, desiertos, colinas.


El análisis primario arrojó niveles de oxígeno óptimos. Agua dulce, agua salina. Una atmósfera ligeramente adelgazada. Temperaturas compatibles con la vida. Y si había oxígeno, tenía que haber verde.


Acercamos más la imagen. Y sí. Árboles, algas bajo el océano, arbustos, helechos, flora diversa y brutal. Me caían lágrimas por los pómulos pero seguíamos sin emitir palabra. Mi boca abierta con el mentón por el piso, la salvación de la humanidad frente a mis ojos, y de pronto mi corazón se salteó un latido.


Nos estábamos desplazando por sus continentes vírgenes cuando me pareció ver humo. ¿Un incendio? Los telescopios lo analizaron con velocidad y se trataba de gases de efecto invernadero. Eso solo podía significar una cosa.


Deslizamos el cursor a lo largo del planeta a toda velocidad, y casi que no hizo falta que lo recorriéramos demasiado. A pocos kilómetros de la nube de smog, cemento. Calles. Edificios. Luz eléctrica. Vehículos.


Una civilización inmensa se abrió paso por el monitor. Eran seres vivos, inteligentes, con tecnología de avanzada. Nos habían pedido un planeta habitable, pero jamás creímos que fuésemos a encontrar uno habitado.


Nos acercamos a los extraterrestres y sentí mi cabeza estallar en mil pedazos. Caminaban. Con dos piernas. Usando prendas similares a las nuestras. Sosteniendo torsos de proporciones casi idénticas a las humanas. Con dos manos, una cabeza, dos ojos, una nariz, una boca. Se comunicaban. No podíamos oírlos, pero movían sus labios, reían, lloraban, se gritaban. Algunos hacían deportes que no conocía, otros pintaban grafitis en las paredes. Los había de diversos tamaños y colores, con pelo más o menos largo.

Mi excitación trocó por miedo. Estaba nervioso, me castañeteaban los dientes, sentía inmensas ganas de orinar, mi estómago se estrujaba dándome arcadas y el sudor de mis manos ya podía decirse que me estaba deshidratando.


—¿Paulo? —pregunté con un hilo de voz, pero mi compañero no me contestó. — ¿Estás viendo lo mismo que yo?


Lo sentí temblar al lado mío. Seguimos analizando el planeta cuando vimos incendios, guerras, sequías, zonas deforestadas, suelos destruidos, inundaciones, aludes, terremotos y plagas en sus cultivos. Y así como lo imposible se nos había revelado, en tan solo un parpadeo, se nos fue quitado.


Porque el planeta celeste con niveles de oxígeno similares, con temperaturas acorde, con flora y fauna, estaba habitado por una civilización similar a la nuestra. Y eso solo significaba que su planeta habitable, ya no era tan habitable.


Eso y que además quedaba a miles de millones de años luz. Lo que me hizo darme cuenta de algo en lo que no había pensado todavía.


— Paulo — hablé sin girarme, moviendo el planeta en el monitor —. Esto es lejos.

Lo escuché suspirar a mi lado y luego ponerse de pie. Llegué a una facilidad aeronáutica en el norte del continente más grande y me quedé observando sus cohetes espaciales.


— Muy lejos — me corrigió, aclarándose la garganta.


Asentí.

— Eso que estamos viendo no es real — le afirmé en forma de pregunta.

Tardó en contestar.


— ¿Qué querés decir?

Y esta vez me aclaré la garganta yo.


— Estamos viendo una imagen antigua. Esto pasó hace millones de años.


— Miles de millones de años.


Tragué saliva.


— Es posible que ese planeta no exista más— me animé a decir, pese a que dicho pensamiento destruyese todas nuestras ilusiones.


— Que esa civilización se haya extinguido.


Asentí, mientras acercaba más y más la imagen a sus cohetes.


— A menos que…


Esos cohetes. Eran grandes. Por no decir gigantes. Parecían enormemente más desarrollados que los nuestros. Con una capacidad abismal de tripulantes, y unos propulsores del tamaño de estadios de fútbol.


— Se extinguieron— intervino Paulo—. Es mucho tiempo.


— Paulo, estas son — el cuerpo me fibrilaba—, estas son— me puse de pie—, ¡naves! ¡Se extinguieron, o migraron! Tal vez encontraron un planeta. Tal vez conquistaron uno que también pueda albergarnos a nosotros, tal vez…


Me giré, y un fuego me quemó el pecho. Vi los ojos de Paulo mirarme vacíos, y su mano incrustar el cuchillo de la manzana en mi corazón.


— No — dijo con mi sangre bañando su mano —. Fue un viaje demasiado largo como para que lo arruines. Perdón, pero no vinimos a compartir este planeta.


Ezequiel Martinez Wagner

Registrado en la DNDA, Julio 2022

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