
Ezequiel Martinez Wagner
5 de ago de 2022
Un padre lleva a su hijo a la obra en la que trabaja. Pero un exabrupto lo cambia todo.
La obra
Le pintó el viaje a Mati como un día con papá. Acompañarlo al trabajo, ver lo peligroso y genial que era su quehacer diario. Pero lo cierto era que no tenía a nadie que lo cuidara. Era uno de los dos días a la semana en que le tocaba estar con él, y siempre, siempre se los dejaba libres, pero de la obra surgió un imprevisto. Los explosivos llegaron antes y el resto los arquitectos decidieron adelantar la demolición. Su madre no podía enterarse jamás de que Mati había ido a ese lugar con sus seis años recién cumplidos. Iba a perder la tenencia por siempre, no le cabían dudas.
Un casco que le bailaba sobre la cabeza, una pechera brillante que le tuvo que ajustar con una soga, y el “puli” bajo su brazo, como no podía ser de otra manera. El puli era su perrito de peluche, antes blanco, ahora de un negro grisáceo que ningún lavarropas pudo limpiar jamás. Se lo había regalado la madre a los tres años, y desde entonces fueron inseparables.
Todos lo recibieron con risas, golpeteos amistosos en el casco, lo llevaron en andas, lo subieron a las máquinas, lo dejaron mover unos centímetros el brazo de la excavadora, y pese a todos sus miedos, ese fue uno de los momentos en que más felices fueron juntos. Al menos desde que la madre del nene los había separado.
Comenzaron a recorrer el edificio juntos, obligándolo a que estuviera siempre al alcance de su vista. Empezaron desde el tercer y último piso, donde él tomó medidas, colocó explosivos, y armó el cableado para que el mismo cayera por el agujero del ascensor y pudiese llegar a todo el edificio por el hueco central. Mientras, Mati recorría departamentos y habitaciones, juguetes olvidados por niños que tal vez ya no eran tan niños, patines y pelotas.
Bajaron al segundo piso, acomodaron el cableado y él siguió recorriendo historias inconclusas, encontrando autitos que no tenía, jugando a las escondidas y demandando la atención de su padre constantemente.
Cuando terminaron, ya eran casi las cinco de la tarde. El tiempo valía oro, y la demolición no podía pasar de ese día. Comenzó a hacer el chequeo y rechequeo con sus obreros cuando Mati le tironeó del overol. Se agachó, lo miró a través del casco que le cubría casi toda la cara y le dijo que estaba trabajando, que esperara un poquito. Pero su hijo negó rotundamente con la cabeza. Era el puli. No lo encontraba por ningún lado. Creía que se lo había dejado con los juguetes del primer departamento al que entraron, pero no estaba seguro.
Vio las lágrimas en sus ojos, vio la furia de su madre crecer a través del teléfono, vio a su hijo sin poder conciliar el sueño por meses hasta conseguir un nuevo muñeco transicional, y se enfureció. Porque lo tildaría de inútil, porque la que tendría que tolerar los llantos de su hijo durante la semana sería ella y no él, porque se enteraría de que lo había llevado a la obra, porque le avisaría a sus abogados y perdería la tenencia compartida.
Le gritó. Le salió retarlo, castigarlo, que cómo podía ser que perdiera al puli cuando le dijo que tenía que ser cuidadoso, que ahora su mamá se iba a enojar muchísimo más todavía y lo iba a retar a él. Que por su culpa no iban a poder seguirse viendo.
Estaba casi tan enojado como decepcionado, y el llanto de angustia de su hijo no lo conmovió ni un poco. Al contrario, le puso los nervios de punta. Así que lo mandó al fondo con el resto de los muchachos. Ya no había vuelta atrás, tenían que tirar abajo un edificio y él era fundamental para que la demolición se llevase a cabo en tiempo y forma.
El retraso fue notorio porque, sin darse cuenta, se acababa de hacer de noche. Su mente vagaba entre números y en que tal vez su último recuerdo de Mati iba a ser uno triste. Que le había gritado en uno de los que había sido de sus mejores días como padre e hijo. Sintió culpa.
Cuando se acercaba la hora de la demolición, les preguntó a sus colegas si quien apretase el interruptor podía ser su hijo. Eso hubiese salvado el día, era una idea brillante. Pero la negativa fue rotunda. Faltaban todavía cinco minutos y se les ocurrió usar un interruptor falso de repuesto para que el pequeño simulara activar la detonación y pudiesen así recobrar ese frágil vínculo que momentáneamente se había quebrado.
Así que fue a buscarlo con el aparatejo entre las manos, con el reloj corriendo. Todavía quedaban dos minutos, tiempo de sobra. Era señalarle el edificio y pedirle que oprimiera el botón. Nadie le podría borrar la sonrisa del rostro. Era una anécdota milenaria que contar a sus compañeritos, era el poder en sus manos, la destrucción total a su cargo.
Fue hasta los muchachos del fondo y vio que estaban demasiado ebrios como para contestar cosas coherentes. Balbuceaban, se reían, no le contestaban. Se acomodó el cuello de la remera y sintió el sudor caerle por el cuello Volvió a mirar su reloj: treinta segundos. Respiró hondo, trató de calmar sus manos temblorosas y cerró los párpados con fuerza. Caminó con un trote vivo hasta los de máquinas y ellos le dijeron que seguro estaba con los arquitectos. ¿Y a nadie se le ocurrió frenarlo? ¿Cómo iban a dejar que un nene anduviera solo por la obra?
Trotó hacia los licenciados y todos se hundieron de hombros. Uno le dijo que lo había visto hacía unos minutos jugando en los vestuarios. ¿En los vestuarios? Diez segundos. ¿Qué podía estar haciendo en los vestuarios? Se iba a perder la oportunidad de arreglarlo todo. Y todo por retarlo y mandarlo a pasear, por volcar en él su responsabilidad.
Corrió con el corazón en la boca hasta los vestuarios, no iba a llegar, no le iba a dar el tiempo de explicarle lo que tenía que hacer y que sonara creíble. Cinco segundos. Vencido, dejó de correr.
Perfectamente cronometrado, hubo un pequeño temblor que lo hizo frenar en seco. Suspiró. Giró sobre sí y miró al edificio.
De pronto, una luz se prendió en el tercer piso.
Ezequiel Martinez Wagner
Registrado en la DNDA, Julio 2022