Ezequiel Martinez Wagner
24 de jun de 2022
Qué tatuarse. Dónde hacerlo. Pero más importante: por qué.
Los tatuajes no se borran
Un hombre miraba el escaparate de la tienda de tatuajes con suma atención. Al dueño de la misma, le sorprendió lo mucho que se detenía en cada bosquejo para luego, con una expresión sencilla de sus cejas y labios, dictar sentencia. Vestía una piel virgen de tintas y un rostro que se le hizo divertido por lo cambiante y honesto.
– ¿Alguno que le llame la atención? – le preguntó sacándolo de su ensimismamiento.
El hombre parpadeó con sorpresa y sonrió como mecanismo de defensa.
– No, gracias. Miraba nomás.
El artista apoyó su economía contra el marco de la puerta y se cruzó de brazos, atisbando una presencia que decía algo con su lengua pero todo lo contrario con el resto del cuerpo.
– Alguno tiene que haberle gustado.
El hombre se sonrojó levemente y se rascó la cabeza.
– Están buenos, todos – se hundió de hombros –. Pero no me interesa, disculpe.
Giró levemente sobre sus pies, cuando las palabras brotaron de la boca del tatuador como un relámpago.
– Elija uno – le guiñó un ojo –. Yo invito.
Nunca supo por qué le hizo esa propuesta. Si fue una estrategia subconsciente de ganarse un cliente futuro, si vio la necesidad en el hombre de bañarse en tintas que lo llenasen de significado o si simplemente fue un error. El tiempo se lo diría.
– No, qué me va a invitar – carcajeó y guardó sus manos en los bolsillos –. Salen carísimos, no se lo permitiría. Ni aunque realmente quisiera uno.
– Uno chico, dele. Va por mi cuenta.
– Gracias, pero no – trocó su tono amable por uno firme, algo hastiado.
Le sonrió una última vez para contrastar la forma en que le había contestado y quiso hacer que sus pies emprendieran camino, pero había una suerte de fuerza magnética que lo tenía atado a esa vidriera. A ese hombre.
Por primera vez lo miró a los ojos. El tatuador era un señor extremadamente amplio, de esos que sin haber hecho ejercicio en toda su vida parecían muros implacables de músculos articulados. Y esa enorme extensión que le brindaba su porte, supuso que había hecho de su cuerpo el lienzo más amplio y deseado por todos los tatuadores del barrio. Tanto era así que, siendo ciertamente blanco, la cantidad de tinta que cubría su piel lo hacía parecer más un pingüino empetrolado que otra cosa.
Serpientes le trepaban por los brazos y se escondían bajo las mangas de su remera, dragones se entrelazaban en la danza ofidia entremezclándose con motivos tribales que apenas si podían apreciarse en el medio de las escenas que sucedían por encima de los codos: una mujer daba a luz en el bíceps derecho mientras un hombre enterraba a su padre en el tríceps opuesto, a la vez que del otro lado una joven posaba desnuda frente a un espejo, reflejando su propia imagen solo que con sobrepeso y acné. El juego de ese último tatuaje tenía su epílogo en la parte posterior de dicho brazo, siendo la chica con sobrepeso la que se miraba, pero viendo a la otra en su reflejo.
Ramas invernales trepaban anárquicas por su cuello y símbolos, frases, números, nombres y animales pendían de su rostro cual frutas tridimensionales a punto de caer de la copa de un árbol.
Sin embargo, el hombre no se sorprendió. Se limitó a quedárselo observando, embelesado, ido. Y el dueño de la tienda supo que tenía un nuevo cliente a sus pies.
– Pase.
Le abrió la puerta y lo acompañó lentamente hacia adentro.
– En serio le digo, no quiero, no me gustan los tatuajes – comenzó una vez que pudo reaccionar, incapaz de dar marcha atrás, por mucho que la orden estuviese saliendo de su cerebro hacia sus piernas –. No me gustan estas cosas, yo no soy así.
– Te propongo algo – lo tuteó el otro cerrando la puerta a sus espaldas y enfrentándolo finalmente –. Si puedo convencerte de que los tatuajes no son tan malos, dejás que te regale uno. Caso contrario, volvés por donde viniste y nunca más nos volvemos a ver.
El hombre sopesó la oferta con detenimiento. Le dedicó ese tipo de miradas en las que se notaba que no sabía muy bien si realmente quería ganar o perder. No era duda, era preocupación por la posibilidad de dejar pasar un tren que no quería que se le escapase.
– Si te soy honesto, yo que vos ni lo intento. Pero sos insistente – y la débil mano lampiña se estiró para estrechar la oscura y vívida selva artística que era la mano del tatuador.
El dueño del local selló el trato sonriendo y fue hasta al mostrador para enseñarle algunos dibujos en los que había estado trabajando.
– ¿Por qué no te gustan los tatuajes? – Comenzó, depositando algunas carpetas sobre la mesada.
– No es que no me gusten los dibujos – trató de excusarse el otro cruzando sus brazos por detrás de la cabeza –. No me gusta la idea de que algo no tenga vuelta atrás. Quién te dice si algo que me gusta hoy, tal vez en dos semanas o tres años deje de gustarme.
– Te entiendo – le concedió buscando ese dibujo que él sabía podría convencerlo –. Igual, te digo, son pocos los que vienen a tatuarse sin habérselo pensado bien antes.
– Es que va más allá de cuánto se piense – largó el aire por la nariz –. Es toda esa parafernalia de darles significado, de las personas que representa, de la etapa en la vida sufrida o superada, del futuro venidero, de su traducción élfica, o de que la mar en coche. Que si para llamar la atención, que porque queda lindo, que porque está de moda, que porque me hace sentir bien – el hombre negó con la cabeza y el dueño de la tienda se vio obligado a dejar de hacer lo que estaba haciendo para mirarlo y reírse –. Es que sí – se sonrió también –, mutilarse con la certeza de arrepentirse después me parece un despropósito, sin ofender.
– No me ofendo – le guiñó un ojo y volvió a sus carpetas –. Pero creo que te equivocás.
– ¿A ver?
– Claro. Es verdad que muchos se tatúan por razones medio ridículas. Pero eso no es culpa del tatuaje sino del tatuado.
– Tenés un punto.
– Y después, con todo el biri biri de lo mucho que hablan del pasado los tatuajes, creo que es una visión más artística de una realidad de la que todos somos víctimas.
– No te sigo.
– Y sí – se rio sin mirarlo –. No sé, vos tal vez ves una cicatriz y te divertís acordándote de la anécdota en que te la hiciste. Pero no todas las experiencias dejan cicatrices visibles, así que puede que haya otro que elija tatuarse una frase, un animal o algo que genere el mismo efecto. Si me preguntás a mí si prefiero el tajo mal cicatrizado o una ola embravecida en el medio de la espalda…
– Creo darme una idea cuál preferís – se le acercó sonriendo –. Pero no vamos a irnos poniendo recordatorios en el cuerpo para reírnos a la mañana cuando nos despertemos. Existen las fotos.
– No todo recordatorio puede jactarse de ser hermoso, y ya que estamos, tampoco todo recuerdo es bello de por sí. Ahí el tatuaje hace la diferencia.
– O el tatuador – y se asomó por encima de la mesada tratando de ver los dibujos.
– Fijate, vos también estás lleno de tatuajes. Pero son tatuajes medio pelo, que no generan nada, que están ahí ocupando lugar.
El hombre lo miró sin comprender.
– ¿Tatuajes? – Se revisó los brazos sabiendo que no encontraría nada en los mismos. – ¿De qué me estás hablando?
– Ceja partida, seguro de una caída cuando eras chico contra el borde de una mesa. Tabique desviado, ¿en una pelea a la salida de un bar o jugando al rugby? – No levantó la mirada, seguía inmerso en sus trabajos – Tu oreja derecha, perforada: ¿rebeldía adolescente? – El otro abrió grande los ojos. –Piel seca, curtida y arrugada, más lunares de los que puedo contar. Alguien se pasó los últimos diez veranos en la playa.
– Vos me tenés investigado, qué lo pari...
– Tenés tatuajes planos, con mensajes lineales que aburren. Pero además, tenés uno que vuelve todo tu discurso una contradicción absurda.
– ¿Cuál?
– Criticaste las decisiones jóvenes que no tienen vuelta atrás. Decisiones de las que casi todos se arrepienten. No te querrás tatuar, pero sí estuviste casado.
El hombre respiró hondo.
– ¿Cómo…? ¿Quién…?
– Tu dedo – le dijo levantando el anular propio y enseñándoselo –. Tenés la marca blanquita de un anillo. Tuviste la alianza puesta durante todos esos veranos en la costa, pero me parece que te divorciaste – y se detuvo sobre uno de los dibujos, ensanchando aún más la sonrisa –. Este, este te va a encantar.
El dueño de la tienda comenzó a levantar la carpeta cuando el hombre lo detuvo en el aire con un rápido pero suave movimiento de su mano.
– No.
– Podés arrepentirte, hay tratamientos para sacárselos. Pero dejame que te muestre, si no te das la oportunidad, nunca vas a saber.
– No – le sonrió, lagrimeando –. Pasa que yo sé muy bien qué me quiero tatuar desde hace tiempo. Necesitaba que alguien me convenciera, nada más – apoyó su mano sobre la del tatuador –. Y creeme que no quiero que nadie me lo borre por nada del universo.
La lágrima cayó sobre sus manos entrelazadas y la misma desdibujó débilmente los trazos que las delineaban.
El hombre se retiró con un sencillo tatuaje que hacía seis años había diseñado:
Laura
1986 - 2015
Ezequiel Martinez Wagner
Registrado en la DNDA, Julio 2022