top of page

Personas sin nombre

Ezequiel Martinez Wagner

19 de oct de 2022

El padre de un paciente no está de acuerdo con el diagnóstico de su hijo, y la tormenta se desata en el consultorio.

Personas sin nombre


Entro a la guardia y me saludo con los de siempre. “Hola, doc” me dicen el de seguridad, los secretarios, la enfermera y la chica que nos trae la comida. A todos los saludo hace ya unos meses con un abrazo o un beso, el puño pandémico nos hizo titubear las primeras veces pero creo que ya estamos más allá de eso.


Llego, las chicas de la guardia previa me pasan los pacientes que están esperando resultados y les deseo un buen fin de semana. Miro sobre la mesa del estar y veo que hay panchos para almorzar. Panchos. Hace como diez años que no como panchos y me pregunto qué le habrá pasado a la nutricionista del hospital como para bendecir nuestro mediodía de esa manera.


Revoloteando por el estar están el resto de los especialistas. Dos clínicos sacándole el cuero al cirujano por estar siempre escondido, las obstetras se quejan de que el aumento es un chiste si se lo compara con la inflación, y los traumatólogos están compartiendo mate mientras miran la tele. Les pido uno antes de ir a cambiarme y tiro un chiste por los panchos. Nos reímos. Nos gusta quejarnos por quejarnos. Está mal ese pancho ahí, pero a todos nos parece bastante más rico que el gato que hacen pasar por carne al horno con papas de todos los viernes.


Miro la hora y me acerco a la computadora que tenemos ahí para ver el listado de pacientes de pediatría. Tres horas de demora. El panchito va a tener que esperar.


Me cambio lo más rápido que puedo y me voy a mi consultorio sin saludar a mis compañeras de guardia porque es más importante sacar pibes que ponernos al día. Llamo a un par y los despacho rápido. Hay una oleada viral que los tiene a todos con lo mismo y muchos de los padres ya prevén el diagnóstico porque todos los compañeritos de la escuela andan igual.


Pero exactamente cuando se cumplen dos horas atendiendo familias sin parar, con mi pancho esperando helado sobre la mesa, un padre me golpea la puerta.


– Adelante – digo intrigado. Muchas veces es una de mis compañeras pediatras para avisarme que se acabó, que cortamos para comer y que si explota el mundo mientras lo hacemos, que explote.


Pero no. Entra un tipo de dos metros y se asoma por la puerta poniendo un pie dentro del consultorio.


– ¿Falta mucho para Gómez? – Dice con voz hosca, más demandándolo que realmente preguntando.


Parpadeo lento y respiro hondo.


– Buenas tardes – pero el tipo ni se mosquea con mi no-respuesta. Estoy por decirle que espere sentado tranquilo y que ya lo van a llamar, pero no me cuesta nada mirar el listado y decirle cuántos tiene por delante –. A ver, Gómez. Sí, acá, es el siguiente.


Y el tipo entra como una tromba con un nenito de cuatro años atrás. “Joaquín”, dice la computadora. Joaquín Gómez.


– Doctor, quiero que le saque un laboratorio. Está con fiebre, con…


– Buenas tardes, mi nombre es Ezequiel – les sonrío –. ¿Cómo se llaman ustedes?


El tipo titubea y veo que se le enarcan las cejas. No lo hago para molestarlo, en más de la mitad de las consultas la gente se descoloca cuando me presento. No sé si porque no están acostumbrados a que suceda o si porque no les importa. Pero en general, los hace bajar un cambio. Se relajan al ver que no tengo apuro y que con un mínimo vistazo me doy cuenta de que su hijo no se está muriendo. Si lo pensaban, ahí reflexionan que podía ser que estuviesen exagerando.


Pero este no es el caso.


– Se llama Joaquín. Está con fiebre, con…


– ¿Y usted?


Parpadea rápido, se ofusca.


– Lisandro. Doctor, Joaquín está hace una semana con fiebre. Le habían hecho una placa, dijeron que no era nada, y ahora está con fiebre de nuevo.


Miro a Joaco y lo veo disminuido en la camilla, mirando al piso. Los ojos un poco enrojecidos y la nariz bien congestionada. Tiene el mismo virus que el resto de los pibes, no me cabe la menor duda.


– Cuando dice que empezó a hacer fiebre de nuevo, ¿significa que en algún momento dejó de hacer fiebre?


– Sí, la semana pasada. Pero ayer empezó de nuevo, yo quería que…


– Ah, entonces no está hace una semana con fiebre. Está desde ayer.


– Pero, a ver si me explico: NO-SE-CURA, doctor – dice haciendo énfasis en cada una de las

palabras, con las venas empezándosele a marcar en la frente como culebras reptándole por el cráneo–. Lo tengo que va y viene a todas las guardias, y todos me dicen que no tiene nada.


Me tomo un minuto para mirar su historia clínica. Nadie le dijo que no tiene nada. En todas las evoluciones dice que tiene un catarro viral. Si él prefiere una visión cataclísmica sobre la patología de su hijo, ese es su problema. Pero tengo que desactivarlo, tengo que encontrar la forma. Porque estoy convencido de que la radiografía que le pidieron la semana pasada no tenía demasiado sustento.


Muchas veces cedemos a los pedidos de los padres para no tener que luchar. Los identificamos apenas entran. Son obtusos, no tienen ganas de escuchar, querellantes de forma innecesaria. Y, la verdad, explicarles para que no estén de acuerdo no solo es algo que consume mucho tiempo, sino también demasiada energía. Se les explica que la radiación de una placa innecesaria puede traer problemas a futuro, que un hisopado es molesto y traumático si no tiene criterio, que dar antibióticos porque sí puede traerle problemas gastrointestinales y generar inconvenientes en la epidemiología de su casa, y por qué no, en la del mundo ya que estamos.


Pero así y todo, cedemos. Los padres conflictivos tienen el libro de quejas al alcance de su mano. Y si se quejan, muchas veces nos despiden. Tengan o no tengan razón. Así funciona el sistema.


– No es que no tiene nada – le explico esbozando una risa para calmarlo –. Joaco viene estando con un cuadro viral y a veces lleva tiempo salir. Y pasa mucho que los chicos se curan de un virus para pescarse otro en el jardín apenas vuelven.


– ¿Me puede hacer el favor de revisarlo? – pregunta de forma imperativa.

Levanto las cejas sorprendido. Decido dejar de hablar por un rato. Me tomo todo el tiempo del mundo para terminar de teclear su enfermedad actual y me pongo de pie con extrema parsimonia. Joaco sigue petrificado sobre la camilla. No emitió un sonido desde que llegó al consultorio.


Me le acerco y le pregunto si lo puedo revisar. No me contesta. El padre lo obliga a decir que sí. Joaco asiente.


Apoyo mi estetoscopio sobre su pecho y su espalda; le reviso la garganta, los ojos, los oídos y el abdomen. Joaco está con un catarro viral, el mismo de todos los chicos. Y sé que se me viene una difícil.


Vuelvo a mi escritorio y Lisandro me está esperando con un codo apoyado sobre la mesa y los nudillos de esa mano cubriéndole la boca. Escucho su respiración agitada aguantándose para no parecer desesperado. Pero el aire se le escapa por entre los dedos como el bufido de un toro alentado por el público para dar la primera cornada. Lisandro es inmenso, y recién ahí me doy cuenta. Tiene los hombros del tamaño de dos macetas, y su cabeza mide lo que una sandía. Desde mi silla contra la pared, casi que no puedo ver la puerta a sus espaldas.


– Bueno – le digo y me acomodo un poco el cuello del guardapolvo porque empiezo a sentir un calor treparme por la espalda –, te cuento un poco. Joaco está con el mismo cuadro gripal que tienen todos los chicos ahora. Hay una ola viral dando vueltas por la que están cayendo todos y seguro se contagió en el jardín. Va a tener fiebre de tres a cinco…


– ¿Y cómo sabés que no tiene una neumonía?


Giro la cabeza hacia un costado y entrecierro los ojos.


– Porque lo escuché con el estetoscopio y no tiene una…


– ¿Vos me estás diciendo – el tipo se encarama sobre el escritorio, apoya los dos yunques que tiene como manos encima de la mesa y se me acerca unos centímetros – que escuchándolo así nomás me podés asegurar que es un virus? ¿Que no te estás comiendo nada? – Empieza a ponerse rojo y a escupir mientras eleva el tono. – Necesito saber qué tiene mi hijo y vos me lo vas a decir.


La habitación se achica de pronto. Me siento en un cubículo en el que solo hay espacio para su enormidad y su rabia. Me siento Joaco por un segundo, chiquito y estático sobre mi silla. La electricidad me recorre por dentro paralizándome. No es solo no estar listo para ser tratado así por un simple catarro, es no querer pelearme frente a un niño. No querer tener que llamar a seguridad y comerme una piña en el intento. No querer perder mi trabajo por un lunático.


Y si algo intento hacer en mis consultas, eso es ser comprensivo. Intento ponerme en su lugar y sé que es muy posible que su enojo y su angustia vengan de que siente que le fallamos. Que nadie supo contenerlo antes. Nadie le explicó, nadie le dio el tiempo necesario como para que pudiese ventilar todas sus dudas. Sé perfectamente que un hijo enfermo es un mundo que se detiene, son los miedos del más valiente aflorando por la imposibilidad de manejar algo que no le es propio, pero que así lo siente.


– Te voy a pedir que te calmes – intento decirle de la forma más pacífica posible, pero me doy cuenta de que me tiembla la voz –, porque te estoy hablando bien y no hay necesidad de…


– ¿Yo te falté el respeto? – Vuelve a agigantarse y se empuja del escritorio para ponerse de pie y caminar frenéticamente por el consultorio con sus pisadas que truenan por las paredes. – ¿Te insulté? ¿Te dije algo?


– No, pero estás elevando la voz y me estás poniendo nervioso y yo no tengo por qué trabajar en estas condiciones.


– ¿Estas condiciones? – Se me acerca riéndose con sorna. – ¿Tanto te cuesta pedirle un laboratorio para saber si tiene una neumonía? – Vuelve a apoyarse sobre el escritorio haciendo vibrar mi sello sobre los recetarios y acerca su cara lo suficiente como para que sus ojos me absorban por completo –. ¿Te pagan más si no pedís ningún estudio? ¿Cómo es la cosa que no querés ayudar a mi nene?


Cómo explicarle. Cómo explicarle algo que no tiene ni ganas de entender. Que diga lo que diga el laboratorio, no me va a cambiar la forma de tratarlo. Que las neumonías se encuentran de otra manera, que estaríamos desperdiciando recursos y tiempo.


Pero tengo al tipo a pocos centímetros respirándome encima, con su hijo atestiguando una conducta que seguramente repite en su casa. Me fibrilan las manos. No es la primera vez que estoy en una situación violenta, separé varias peleas familiares pero siempre estaban enojados entre ellos. Esta es la primera vez que alguien me elige como su adversario directo. Y es la primera vez que no tengo a nadie cerca para ayudarme.


Miro alrededor y me encuentro con cuatro paredes minúsculas y él del lado de la puerta. Está su puño cerrado por un lado y mi trabajo en su otra mano.


– ¿Querés el laboratorio? – le pregunto y siento mi saliva empujarme la nuez de adán con dificultad para abrirse paso hasta el estómago.


– Hacé algo, flaco – se sienta y se cruza de brazos, fulminándome con la mirada.


– Te hago el laboratorio. Te lo hago solo porque me estás obligando, porque no me sirve hacerlo, porque no vamos a encontrar ninguna neumonía en un análisis de sangre, y porque sos vos el que quiere pinchar innecesariamente a tu hijo. Hacerlo sufrir, dejarle tal vez un moretón, que se le infecte la herida y todas las complicaciones que un estudio innecesario pueden acarrear.


– Algo vamos a encontrar – me contesta con la certeza de su ignorancia.


Y no por ponerme paternalista. Ni ganas de subirme al escalón de los libros. Esto no funciona así, lo sabemos todos. Pero el tipo está convencido de que su ansiedad tiene asidero en su intuición, anteponiendo cuatro años de paternidad a siglos de ciencia.


Es injusto pensar así, la opinión de las madres y los padres en pediatría es fundamental. Cuando una mamá dice que no ve bien a su hijo, sabemos que tenemos que buscar más a fondo. Detectan la sepsis horas antes que los médicos, pescan broncoespasmos que a varios se les pasan e incluso tienen un manejo de chicos crónicos con el que podrían dar cátedra a muchos profesionales.


Pero Lisandro es distinto. Quiere justificar sus miedos imponiendo una enfermedad grave a su hijo. Está dispuesto a hacerle daño a fin de tener razón. Está dispuesto a hacerme daño para tener la oportunidad de probar que somos todos unos imbéciles y él un experto.


Empiezo a teclear en la computadora y el laboratorio se imprime con una estática flotando entre nuestras cabezas. Es cuestión de que salte una chispa para que se prenda fuego todo. Tengo que tener cuidado.


– Lo que pasa – empieza diciendo de forma calmada una vez que ve que estoy accediendo a sus caprichos – es que en 2019 me decían que no tenía nada, que no tenía nada – hizo una pausa, asintiendo como si de pronto fuésemos colegas –, y al final tenía una neumonía, doc.


“Doc”. Lisandro querido, no te imaginás las ganas que tengo de no verte nunca más en mi vida.


– Casi todas las neumonías empiezan como un catarro, Lisandro, no hay forma de saber si…


– Cuestión que tuvo una neumonía y hasta que no le pusieron el antibiótico, no se mejoró, ¿sabe?

Asiento y resoplo. Necesito que la consulta se acabe. Pero Lisandro me pone a prueba una vez más.


– Ahora te vamos a hacer un pinchacito, gordo – le dice a su hijo en la camilla –. El doctor no sabe qué tenés, así que tenemos que hacerte un…


– Sé lo que tiene – esta vez lo interrumpo yo –. Joaco está con un catarro viral, el que quiere hacer el estudio sos…


– Estoy hablando con mi hijo, doctor – veo sus ojos inyectarse en sangre –. No le pedí su opinión, gracias.


Sello mis labios y decido no volver a abrirlos. Miro a Joaco en silencio y entiendo que esa es tal vez la forma de sobrevivir a su padre. Así que aprendo del maestro y lo imito. Le entrego el laboratorio y le digo que espere afuera. Cuando están saliendo, saludo al niño.


– Chau, Joaco.


Joaco frena, me mira, y su papá lo instiga.


– Saludá al doctor.


Pero Joaco baja la mirada, y ambos salen.


Me quedo solo en el consultorio y sigo temblando. Imprimir ese laboratorio fue protegerme, pero también avalarlo. Y peor: consentir que Joaquín siguiera sufriendo por culpa de su padre cuando bien podría haberlo evitado.


Termino de escribir su historia clínica y salgo a hablar con la enfermera que se iba a hacer cargo de la extracción.


– Marta, perdón por lo que te estoy por encajar – me agarro de sus dos hombros y bajo la cabeza, exhausto.


– Digame, doctorcito. No pasa nada.


Le cuento la situación, le suplico que si tiene venas difíciles que no lo intente más de una vez, y que por las dudas tenga a alguien de seguridad cerquita. Marta me pregunta si ya almorcé, y estallo en una carcajada.


Le suelto los hombros y le agradezco por hacerse cargo. Camino al estar médico arrastrando los pies pensando que en una de esas llego a almorzar algo. Entro sigiloso, ocultando mi corazón que lentamente pierde la vorágine de hace unos minutos y miro la mesa con el estómago que empieza a reclamar alimento desde las profundidades. Pero muy a mi pesar, la mesa está vacía. Alguien se comió mi pancho.


Me río, vuelvo a mirar la lista en la computadora y veo que siguen las tres horas de espera. Suspiro y confío en que ojalá un cafecito me sea suficiente.


Atiendo un par de familias, una de las chicas me trafica una cremona que había por ahí y sigo trabajando. Me pongo una alarma para obligarme a ir a hacer pis y me doy cuenta de que ya pasaron dos horas. Levanto la mirada y veo que el nombre de Joaquín Gómez me vuelve a titilar en la computadora. Están los resultados de su laboratorio.


Tengo que admitir que me pongo un poco pálido mientras abro su análisis. No voy a encontrar ninguna neumonía, pero si llega a haber algo horrendo, me rehúso a ser yo quien tenga que decírselo a su padre. De ninguna manera.


Hago click, miro con detenimiento y, por primera vez en esa tarde, la suerte me sonríe: todo le vino perfectamente bien.


Lo llamo desde la computadora y noto que me vuelven a temblar un poco las manos. Son unos quince segundos desde que les aparece mi cartel en el tablero de la sala de espera hasta que me golpean la puerta, pero tengo el presentimiento de que Lisandro no ve la hora de entrar como un rayo a trompearme en cuanto le diga que su hijo no tiene una neumonía.


Respiro profundo y me doy cuenta de que no le avisé al de seguridad que esté a mano. Pienso en pararme y adelantarme a llamarlo, pero lo único que me falta es que el tipo me cruce y piense que estoy huyendo. Me planteo si esperarlo sentado en la camilla como para distender un poco la consulta, cuando en realidad solo quiero tener más a tiro la puerta para escapar en caso de que haga falta. Y en eso, escucho una risa. La risa de un chico. La de Joaco.


La puerta se abre y el enano pasa desenfrenado llevando un autito azul por las paredes hasta la camilla, de ahí salta a mi escritorio, de ahí a la otra pared, y para cuando me doy cuenta, alguien pasa por el marco de la puerta y me obliga a fruncir el ceño. Porque esa no es Lisandro.


La abuela de Joaco se sorprende cuando me presento. Me dice que disculpe a Lisandro que no puede estar durante la consulta, que justo tuvo que atender una urgencia en el trabajo y le pidió si podía cubrirlo en la guardia. Ella vive a dos cuadras y no le costaba nada compartir un rato con su nieto. La señora no tiene idea de lo feliz que me hace su presencia ahí en ese momento.

Se disculpa por tanta cháchara y se presenta ella también. Se llama Laura y Joaquín me cuenta, solito, sin que nadie le preguntase directamente, que todos le dicen Joaqui. Joaqui. Empiezo a pensar que tal vez por eso no me hablaba, porque decía mal su apodo, pero ambos sabemos que ese no era el verdadero motivo.


Laura y yo nos reímos con el monólogo de Joaqui sobre cómo Mica Peralta le dice Caqui para molestarlo, pero que él no le contesta porque no se llama así. Lo veo entero, con una vida y energía imposibles y me alegro de que sea un niño que sigue siendo un niño cuando no está con su padre.


Joaqui está lleno de mocos y no para de meterse el dedo en la nariz. Me pregunta sobre todo lo que hay en el consultorio y con mucha calma le voy respondiendo todas sus inquietudes. Me pregunta por el tensiómetro, por la balanza, por las jeringas y por el estetoscopio. Cuando le explico que este último se usa para escuchar el corazón, me pregunta si puede usarlo para escuchar el suyo. Le digo que sí y lo ayudo a ponérselo. A Joaqui le relucen los ojos y se ríe cuando lo escucha. “Tu-tum, tu-tum” nos dice estallado, y Laura se muere de la ternura. Saca su celular y nos saca una foto.


No me suelen gustar las fotos con los pacientes, pero siento que esta es importante para ella. Laura me explica que se la tiene que mandar a su nuera porque Joaqui es extremadamente tímido con los médicos, y ni ella ni su pediatra le van a creer si les cuenta que se portó así de bien en la consulta. Me hundo de hombros y me excuso con que ando con suerte, nada más.


Finalmente le explico que el laboratorio de su nieto vino bien, que no hay nada de qué preocuparse. Que tiene el mismo cuadro viral que el resto de los chicos, y que seguramente mejore en los próximos días. Laura acepta todas mis explicaciones y toma nota en un anotador que se trajo para no olvidarse de nada.

– Gracias, doctor. Gracias en serio.


Le sonrío y ya las manos me tiemblan un poco menos.


– No hay porqué.


– ¿Cómo me dijo que se llamaba?


Esta vez levanto las cejas y el corazón se me derrite un poco.


– Ezequiel.


– Un gusto, Ezequiel.


– El gusto es mío.


Laura le da la mano a su nieto y ambos empiezan a retirarse de la consulta.


– Chau, Joaqui – le digo y sé que me brilla la mirada mientras lo veo alejarse.


El niño gira y frena, tironeando del brazo de su abuela que lo espera con la puerta abierta. El tiempo se detiene, Joaqui me sonríe, estira su mano libre y la sacude.


– Chau, Ezequiel.



Ezequiel Martinez Wagner

Registrado en la DNDA, Julio 2022

bottom of page