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Punto caramelo

Ezequiel Martinez Wagner

15 de jul de 2022

Una madre devela a su hija el secreto para cocinar el mejor flan que probó en su vida.

Punto caramelo

Se me acercó saltarina y yo sabía que algo se traía entre manos. Estaba en patas, pero se la veía tan sonriente que le permití hablar antes del reto.


– Mami, ahora me pongo pantuflas, pero – me hizo reír – quiero que hagamos algo por el cumple de papi.


Me agarró por sorpresa. Me apoyé contra la mesada de la cocina, me crucé de brazos y la miré levantando las cejas.

– ¿Algo como qué?


Llevó los ojos al techo, ladeó la cabeza de un lado al otro, y de pronto vi sus dientes abrirse paso cual merengue italiano entre sus labios de frutilla.

– ¿Y si le cocinamos tu flan? Ese que le encanta.


Lucía irradiaba alegría. No había forma de que le dijese que no cuando ponía esa cara. Con sus seis años podía pedirme las llaves del auto, que si lo hacía con ese tono, era muy probable que se las terminase dando.

– Pero te me calzás – le dije levantando un dedo.

Y mi hija me abrazó al nivel de mi cintura, para luego salir disparada a su habitación y volver en cuestión de segundos con sus pantuflas de conejos que tan olvidadas tenía.

Le pedí que me fuera pasando con mucho cuidado los huevos, la leche y el azúcar. Le puse un delantal que le tuve que arremangar un poco para que no lo arrastrara, le até el pelo, y le alcancé una sillita para que pudiese estar a la altura de la mesada.

– ¿Te lavaste las manos? – Le pregunté antes de empezar.

Lucía se llevó las manos a la nariz, inhaló con vehemencia y empezó a parpadear con fuerza como hacía siempre que me mentía.

– Están limpias – y me las mostró –. En serio.

Revoleé los ojos aguantándome la risa.

– Bueno, vení – le dije pidiéndole que se abrazara a mi cuello mientras le corría la silla para quedar frente a las hornallas –. A mí me gusta empezar por el caramelo – y la volví a apoyar sobre el banquito.

– ¿El flan tiene caramelos?

– Caramelo. El azúcar líquido.

– Podemos ponerle caramelos, igual.

Me miró buscando complicidad, pero yo sabía que devolverle la mirada era solo incentivarla a que siguiera con sus iluminaciones humorísticas.

– Pasame el azúcar – y Lucía me pasó la bolsa sintiéndose fundamental en el proceso –. Prestá atención, gorda. Hacer caramelo no es moco de pavo.

– Y no, má. Es caramelo.

Iba a ser una tarde larga.

– Hoy estás pícara. Quiero decir que hacer caramelo es peligroso. Yo te enseño cómo se hace, pero no lo vas a poder preparar hasta que seas grande. No es para chicos.

La vi ponerse seria y acomodarse el pelo para no perderse un solo segundo de la acción.

Prendí la hornalla, puse la olla encima y le volqué medio paquete de azúcar dentro. Le pedí a Lú que me pasara la cuchara de madera y le mostré cómo hacer los movimientos envolventes, lentos y constantes para que no se nos quemara.

– ¿Má? – Me preguntó de pronto, interrumpiendo el sonido de la cuchara recorriendo el metal de la cacerola.

– Decime.

– ¿Quién te enseñó a hacer un flan?

No esperaba que me preguntara eso. El azúcar comenzó formar grumos y a atigrarse sobre el negro de la olla.

– Tu papá.

Sentí la excitación repiquetear en sus pies, pero no podía desconcentrarme, tenía que seguir revolviendo.

– ¿En serio te enseñó papi?

– Sí. Mucho antes de que nacieras.

El sonido envolvente del azúcar revolviéndose me llevó a sus fuertes brazos de nuestro primer año viviendo juntos. Yo lo molestaba por atrás, le daba besos en el cuello, lo abrazaba y trataba de distraerlo en todo momento. Pero él estaba empecinado con atender el caramelo. Era la parte más difícil del flan, la que más dedicación requería, y la más gratificante. Me enseñó a seguir los aromas y el color del azúcar transformándose, a cómo cuidarlo, cómo regular el fuego, sacarlo de los bordes, criarlo hasta poder lograr ese color ámbar tostado tan característico.


Me acordé de su sonrisa idéntica a la de Lú cada vez que le salía bien. De lo suave que era para manipularlo, de la paciencia con la que me explicaba todo lo hecho, de lo mucho que me gustaba verlo enojarse cuando le decía que me había olvidado la receta, solo para verlo cocinar de nuevo.

– ¿Y por qué nunca nos cocina? – Me preguntó de golpe, devolviéndome al lugar que ocupaba a su lado.


Volví a sentir sus brazos en el cuerpo, su respiración agitada, la fuerza de sus manos entrelazándose alrededor de mi cuello, el aire abandonando mis pulmones, la vista nublándoseme. El dolor volvió a hacerse presente, recorriéndome toda, aplastándome.

Tuve que revolver rápido porque el azúcar estuvo a segundos de quemarse. Ya casi no quedaban grumos, se había vuelto un líquido acastañado y oscuro, seguro un poco más amargo de lo que me hubiese gustado.

– ¿Qué cosa, amor? – Le repregunté algo distraída, absorta en el caramelo.


– Que por qué papi no nos cocina más. Seguro le sale riquísimo el flan.


– Porque tiene mucho trabajo, gorda.


Sí. Esa pregunta no fue otra cosa que la excusa para que habláramos de ello. Era chica, pero a su vez tan grande que cada tanto no podía evitar sentirme arremetida por relámpagos de preocupación.

En un descuido, Lucía estiró su mano para probar el caramelo con el dedo, y con un movimiento brusco casi la tiro de su banquito. La cuchara de madera voló por los aires, y un fuego que yo ya conocía empezó a vulcanizarme el brazo derecho.


No grité. No lloré. No atiné a mostrar debilidad. Era su cigarrillo buscando un cenicero otra vez en mi piel. Era mi mano en la hornalla hasta que le confesara con quién lo engañaba. Era el olor a carne chamuscada grabándose en mi nariz para recordarme siempre mi lugar en esa casa.


Dos gotas de caramelo me habían caído justo por encima de la muñeca. Fui corriendo a la pileta de la cocina y abrí la canilla del todo. Puse mi brazo por debajo pero era como si una brasa se hubiese impregnado a mi piel, dispuesta a quemarlo todo hasta desintegrarse por completo. Estuve a nada de frotarme cuando vi que el caramelo ya se había desprendido. Pero la marca ahí estaba, lista para acompañarme el resto de mis días por mucha agua o crema que le pusiese encima. Lita para sumarse a una de las tantas manchas del tigre.


– Perdón mami, no quise – empezó a decirme, al borde del llanto, asustada.


Le sonreí ocultando el enorme sufrimiento de la quemadura, y respiré hondo.


– ¿Ahora ves por qué te digo que esto no es para chicos?


Lú asintió y se secó las lágrimas con el delantal. Apagué la canilla, me acerqué a ella y le di un beso en la cabeza. La culpa era mía después de todo, nunca debí dejarla estar tan cerca.


Levanté la cuchara de madera, le di una enjuagada rápida, y me puse a salvar ese caramelo.


– ¿Lo arruiné, mami?


Y me reí para transmitirle tranquilidad.


– No arruinaste nada, gorda, va a quedar bien.


Seguí revolviendo hasta que el caramelo quedó en el exacto punto que quería. Un poco oscuro para mi gusto, pero todavía comestible. Le pedí a Lú que se alejara un poco más porque lo que seguía era sumamente peligroso.


– Ahora lo pasás al coso ese, ¿no?


Y le asentí, teniendo ojos para el caramelo y nada más. Acerqué la fuente, levanté la cacerola por un costado y, con paciencia, vertí el azúcar hirviente en la flanera. El dulce se desparramó sobre la misma torpemente. Alzar la cacerola con una muñeca herida, volvió de una tarea no tan fácil, una muy difícil.


Dejé la cacerola en la pileta y me hice de la flanera para llevarla al marco de la ventana. Lú me había preparado unos guantes por las dudas, con culpa todavía por lo que había sucedido hacía unos segundos.


Le agradecí el gesto con la mirada, me los puse y dejé la flanera tomando un poco de aire.


– ¿Para qué hacés eso? – Me preguntó llena de curiosidad.


– Se tiene que enfriar. Una vez que se enfría, se quiebra, y ahí podemos seguir.


Lú asintió y se quedó mirando la flanera como si la misma guardase ese secreto que ella tanto quería saber.


– ¿Y qué hay que hacer para que se quiebre?


En eso, escuchamos las llaves del otro lado de la puerta de la cocina. El herraje de la cerradura sufrió las embestidas temblando con chasquidos metálicos, hasta que finalmente, la puerta se abrió de par en par.


Un viento gélido recorrió nuestros delantales y escapó por la ventana. Por el umbral se apareció su padre, con la camisa desabotonada, los pantalones arrugados, y el rostro pletórico.


No nos miró. No se percató de nuestra presencia. Pero tampoco osamos saludarlo. Tiró las llaves sobre la mesa, trastabilló para ingresar, y cerró la puerta de un portazo atroz.


Un silencio vibrante envolvió la cocina. Lo vimos caminar pesadamente con un andar errático, llevándose por delante las sillas del comedor diario, para terminar desapareciendo por el pasillo que llevaba a nuestra habitación. En el aire quedó flotando una nube de hedor alcohólico que cubrió por completo el aroma dulce del azúcar tostado.


De pronto, escuchamos al caramelo rajarse sobre la flanera. El crujido hizo eco en las paredes frías de la cocina, y retumbó internamente como si dentro estuviésemos huecas.


– ¿Qué hay que hacer para que se quiebre? – Le volví a preguntar luego de unos segundos. – Solo dejar que el tiempo pase.


Ezequiel Martinez Wagner

Registrado en la DNDA, Julio 2022

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