top of page

Un mundo sin abuelos

Ezequiel Martinez Wagner

19 de jun de 2022

En plena cuarentena estricta, el padre de un padre no contesta el teléfono. Algo le pasó.

Un mundo sin abuelos


Miraba por la ventana al sol cayendo estrepitoso contra uno de los edificios del horizonte. Estaba sentado en el borde de la cama, dejando el tiempo pasar, porque no había otra cosa que pudiera hacerse. Otro día más se evaporaba, y ya había perdido la cuenta de cuántos.


De pronto, sentí su mano acariciarme el hombro.


– Estás ido – me dijo alcanzándome un cafecito.


Sonreí y lo posé bajo mi nariz, humedeciéndome los pelitos de adentro y llenando mis pulmones con su fragancia agridulce.


– Un poco.


– ¿Tu papá?


Y asentí mientras daba el primer sorbo. Me acarició la cabeza y me besó tras la oreja. Volví a sonreírle.


– Está viejo…


– Tranqui, amor – me pasó el brazo por el cuello.


– Me da bronca no poder verlo. Mirá si, mirá si…


– Pero es por su bien.


– Ya sé que es por su bien, gorda. Pero, ¿y si se muere igual? ¿Y si desperdició sus últimos meses pelotudeando en el departamento?


– ¿Y si no?


Siempre me hacía eso. Me confrontaba. Me iba con la verdad por mucho que necesitara que me mintiera y se mostrara de mi lado.


– ¿Y si sí?


– No, no funciona así, y lo sabés.


– Pero yo…


– Si tu viejo zafa, tal vez lo tenés veinte años más.


– Pero si no za…


– Veinte años más, gordo.


Bajé la cabeza y volví a sorber del café. Respiré hondo, el sol ya se había ocultado.


– A veces pienso que no falta mucho para que vivamos en un mundo sin abuelos, ¿no te parece?


La sentí revolear los ojos y relajarse un poco. Se acostó sobre la cama y me invitó a que la acompañara. Casi me hace volcar el café.


– Perdón, pensé que lo habías terminado.


– Va – le sonreí y me tomé lo que quedaba –. Ahora sí – dije apoyándolo en la mesa de luz y recostándome a su lado.


– ¿Mundo sin abuelos? ¿De qué hablás?


La miré a los ojos y dejé que pasaran los segundos. Esa era la única forma en que valía la pena dejar que el tiempo se esfumara. Era una sensación de plenitud inexplicable.


– No sé, pero viste que la gente cada vez tiene menos hijos…


– Sí.


– Que los treinta de hoy son los veinte de ayer. Y que seguro en diez años los cuarenta de mañana van a ser los quince de anteayer.


– Ponele – se rió.


– Bueno, qué se yo, va a llegar un punto en el que la medicina va alcanzar su techo. Tanto en las terapias reproductivas como en cuánto se puede estirar la vida de una persona.


– ¿Y entonces?


– Y que bueno, vas a tener cincuentones sintiéndose unos pendejos, sin ganas de tener pibes o, peor, sin cuerpos para tener pibes.


– No te sigo.


– ¿No viste que ya no hay casi bisabuelos? ¿Que los abuelos son cada vez más viejos? ¿Que la gente tiene hijos al filo de la menopausia?


– Ya entendí.


– ¿Quién les va a enseñar a esos viejitos cómo ser padres? ¿Quién les va a decir cómo calentar las mamaderas? ¿Cómo hacer que se prendan al pecho? ¿Qué significa cada llanto? ¿Cómo cambiar los pañales?


Guardó silencio. Podía contestarme que la internet, los libros, los médicos, las puericultoras, y lo que fuere. Pero sabía que necesitaba ese silencio.


Quien no lo sabía era Juli, en la habitación de al lado.


– Te toca – me dijo sonriendo.


El llanto de Juli tronaba a través de la pared haciendo vibrar los cuadros. Ya no me quedaban fuerzas, era como si la cama me succionara, como si setenta costales de arena me estuviesen aplastando contra el colchón. Pero tenía razón, me tocaba.


Fui hasta su habitación, sentí el llanto perpetrar mis tímpanos y me acerqué a la cuna. La caca desbordaba su pañal como volcán de chocolate con demasiado relleno. No iba a ser algo tan simple como cambiarlo o pasearlo un rato. Había que hacer algo con su colchoncito, no sé, tirarlo, prenderlo fuego, bañarlo en químicos desinfectantes. Y a esa habitación no se podía volver a entrar. Era cuestión de detonarla con una bomba y volverla a armar para que no tuviera más olor.


Con los ojos enjugados en lágrimas, me dispuse a la difícil tarea de hacer algo con mi hijo mientras dudaba enormemente cuán normal podía ser que algo tan chiquito engendrara algo tan inmenso. No sabía si ameritaba romper la cuarentena para ir a una guardia. Si tenía que llamar a mi viejo para que me diera un consejo. Si abrir google y buscar qué le estaba pasando, con la posibilidad de encontrarme con que la diarrea de mi hijo podía deberse a un tumor de cerebro y solo le quedaban siete horas de vida.


Agarré el teléfono, llamé a papá y lo puse en altavoz. Mientras sonaba, me puse a abrir el pañal, ante el atento llanto de Juli que de un segundo para el otro se volvió una risa. El hijo de puta lo estaba disfrutando.


Al tercer tono, mi hijo largó una serenata anal de la que salió un géiser de diminutas gotas cloacales que terminaron de bañar su cuna y, por tanto, mis manos. Le retiré el pañal, me saqué la remera y me lo puse a upa. Había que bañarlo, no quedaba otra opción. Y después, prender fuego la bañadera también.


El celular dio un par de tonos más y me atendió la casilla del viejo. Frené con Juli en seco cuando estaba por cruzar al pasillo que nos llevaba al baño, y algo me dio mala espina. Volví sobre mis pasos, con el olor hediondo infiltrándoseme bajo la piel, y miré el teléfono como sin entenderlo. No había vez que papá no contestara. Se llevaba el celular hasta a la ducha. Volví a probar, con el enano que seguía haciendo fuerza sobre mis brazos, pero nada.


– Amor – dije fuerte para que me escuchara del otro lado –, ¿vos hablaste con papá hoy?


– ¿Con tu viejo?


– Sí, ¿qué otro papá me conocés?


– No, es que casi nunca charlo con él, no sé por qué pensaste que podía haber…


– Es que no me atiende.


– ¿Estará en el baño?


– No – dije con Juli en una mano, el teléfono en la otra y yendo a su encuentro.


– ¿Para qué querés llamarlo?


Y me aparecí por la puerta de nuestro cuarto, completamente empantanado. Se me partió de risa en la cara, y Juli la copió.


– Es una emergencia, ¿ves? – Dije tentándome también.


– Vayan a bañarse, yo arreglo su cuna – se siguió riendo mientras se paraba.


– No me atiende. Tengo miedo de que le haya pasado algo.


– ¿Eso o necesitás una excusa para ir a verlo? – Me empujó hacia el baño y nos prendió la bañadera para que nos bañáramos juntos.


No le contesté. No era la confrontación que necesitaba en ese momento. Papá era viejo. Podía haberle pasado cualquier cosa. No teníamos cámaras en su casa como para chequear. Dependíamos pura y exclusivamente de que atendiera el teléfono. Y el muy tarado no lo estaba haciendo.


Me metí en la bañadera con Juli y el celular. Revisé su última conexión y vi que había sido hace como una hora. Si había tenido un infarto, ya era demasiado tarde. Abrí la conversación con mi hermano y dudé en si mandarle un mensaje. No quería preocuparlo al pedo, no quería parecer un exagerado, no quería que agarraran a uno de los dos en la calle y lo metieran preso por estar yendo a ver a un viejito que se quedó dormido llenando el sudoku y no llegó a atender el teléfono.


Él también tenía un hijo, casi de la misma edad que Juli, pero ni se me cruzó por la cabeza preguntarle qué hacer con semejante diarrea. Solo quería que me dijese que papá estaba bien. Que por alguna razón milagrosa charlaron hace un ratito por teléfono y que estaba perfectamente sano.


Me puse a enjuagar al gordo medio distraído y llamé a mi hermano. Un adicto al teléfono, enfermo de las redes sociales, no había forma de que el tipo no contestara al instante. Pero pasaron dos, cuatro, seis tonos y el muy conchudo no me atendió. Volví a probar. Nada. Se había conectado por última vez hace cuarenta y cinco minutos.


– Gorda – dije apagando la canilla para que pudiese escucharme y poniéndome de pie.


– Decime – se apareció por el marco de la puerta.


– ¿Me lo terminás de bañar?


Me miró con recelo, pero no discutió.


– ¿Lo vas a ir a ver?


Y asentí.


Me sequé lo más rápido que pude, me vestí con lo primero que encontré y fui hasta la puerta de casa. Me puse el barbijo quirúrgico, encima el tapabocas y encima la bufanda. Alcohol en un bolsillo, otro barbijo de repuesto por las dudas y un cagazo de la san puta recorriéndome el cuerpo. Ni pensé en qué podía llegar a pasar si me paraban, en qué mierda podía decir para zafar. Pero cada segundo que pasaba era importante, de ser necesario improvisaría.


Me subí al auto temblando, en parte por el frío y en parte por la asincronía con la que me latía el bobo. El pie izquierdo en el embrague fue lo único que hice con firmeza en todo ese viaje. Tiré los cambios como un principiante, haciendo crujir la caja y chirriar las ruedas. Si no quería llamar la atención, no se notó en lo más mínimo.


En el camino me di cuenta de que podía haber llamado a su portero para que se diese una vueltita por su casa. Que tal vez podría haber mandado una ambulancia para acortar tiempos, que no tenía ni la menor idea de cómo hacer un masaje cardíaco, que tal vez no era nada y por ir a ver cómo estaba, en una de esas, le contagiaba el bicho de mierda.


Pero antes de que se me derritiese el cerebro, por suerte llegué. Me bajé del auto y entré a su edificio como una tromba, con las llaves que se me caían, sin darle ni la hora al portero, y con el corazón que se me salía por la boca. Subí por el ascensor oyendo la herrumbre del aparato crujir por todos lados, pensando constantemente en si era posible que por ir a salvar a mi viejo, hubiese estado cavando mi propia tumba. Lo único que me faltaba era dejar a Juli sin padre por miedo a dejarlo sin abuelo.


Finalmente llegué a su piso y me bajé del ascensor haciendo temblequear la puerta metálica del siglo pasado. Traté de serenarme, de tragarme el corazón y devolverlo a mi pecho. Tenía que estar concentrado y no hacer estupideces. Me puse a buscar las llaves en mi bolsillo cuando escuché algo que me cortó la respiración.


Estaba completamente solo en el pasillo que daba a su departamento, creyendo que lo único audible era la sangre fluyendo descontrolada por mis arterias, pero había un murmullo que no podía pertenecer a mi cuerpo.


Avancé por el rellano hasta su puerta, con pasos lentos y meticulosos, tratando de no hacer el mínimo ruido. El sonido se volvía cada vez más intenso. Ya poco me preocupaba entrar y salvar a mi viejo, había algo pasando ahí dentro que yo no debía saber, y ese frío que me acompañó durante todo el viaje a su casa, de pronto se volvió un infierno de calor sofocante.


Apoyé mi oreja contra la puerta y escuché, sin lugar a dudas, la voz de mi hermano y la de mi viejo riendo.


Se habían juntado. Los hijos de puta rompieron la cuarentena y se juntaron a mis espaldas. Por eso no me atendían. Por eso no contestaban los mensajes. Por miedo a que me diese cuenta. A que su mentira saltara para el carajo y no los quisiese ver nunca más. Por haberse cagado en nuestro país, en la salud del viejo, en la posibilidad de que el pelotudo pudiese ver a sus nietos crecer.


La mano me convulsionaba, el aire se me salía por la boca en un relinchar violento y los latidos de mi corazón perdieron la asincronía previa, para adoptar un formal galope bélico.


Abrí la puerta lentamente como para que no me escucharan, y un viento fresco y suave me rozó el cuerpo.


– ¿Viste? – Le decía murmurando un canturreo que me empapó en una nostalgia completamente desconocida –. Una mamadera, un paseíto cantándole bajo, y se calma. Todos se calman. Ustedes no fueron la excepción.


Me asomé por el recibidor y vi a mi viejo con mi sobrino en brazos, hamacándolo y cantándole a través de los barbijos y su máscara. Mi hermano lo miraba de brazos cruzados a cinco metros de distancia, admirándolo y tomando nota mental de cada movimiento.


Con los ojos llenos de lágrimas, cerré la puerta sin que siquiera me hubiesen visto. Y ahí entendí que mi hijo no debía vivir en un mundo sin abuelos. No si podía evitarlo.


Ezequiel Martinez Wagner

Registrado en la DNDA, Julio 2022

bottom of page