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Vecinos ruidosos

Ezequiel Martinez Wagner

21 de nov de 2022

Un hombre se queja de lo molestos que son sus vecinos. Hasta que descubre el porqué de tanto ruido.

Al principio, eran simplemente molestos. Los gritos. Los portazos. Los insultos a todo pulmón. Era llegar a casa para no poder evitar el odio más acérrimo a unos desconocidos. No bastaba con subir el volumen a la música para dejar de oírlos. Había que encerrarse, usar auriculares, alejarse lo más posible, y recién ahí ese resumen a la mitad volvía a ser legible. Recién ahí la película podía reanudarse. Solo con las maniobras más insólitas las videollamadas dejaban de ser un pedido de disculpas constante.

 

Porque vivir en un edificio era un poco eso. Convivir sin verse con el riesgo de ser escuchado. Por buenos que fueran los cimientos y espesas que fuesen las paredes, de haber ventanas abiertas, uno compartía todos sus secretos. Y quería creer que lo hacían sin darse cuenta. Necesitaba que fuese así.

 

Una tarde, los gritos fueron tan intensos que tuve que sacarme los auriculares para dilucidar si no los estaba imaginando, porque era imposible que seres humanos estuviesen discutiendo tan alto sin prurito alguno. Pero me equivocaba. Eran ellos. Los vecinos de al lado. Ya me había asaltado la duda de si esa no era su única forma de relacionarse. Sin embargo, cada cierta cantidad de noches, todos los escuchábamos intimar. Y eso, lejos de molestar, divertía un poco.

 

Al que vivía solo le daba algo con lo que distraerse, y al que vivía en pareja le despertaba un deseo que descansaba oculto bajo las telarañas de la rutina. Esos eran los únicos momentos en que podían perdonárseles sus arrebatos.

 

Pero esa tarde me descolgué los auriculares y me quedé observando la pared vacía tras la que se llevaba a cabo la batalla campal. Era ver la nada para observar el todo a través de los oídos. Y eso era mucho peor que saber la realidad, porque el vuelo de la imaginación por momentos alcanzaba alturas estratosféricas, y costaba tomar noción de los alrededores para devolver la mente al sillón.

 

En un momento dado me di cuenta de que estaban por dar las ocho y salí disparado a la cocina para sacar la basura. Siempre lo hacía más temprano, pero esa tarde me distraje más que de costumbre, y casi que troté para llegar a tiempo. Lo último que quería era ligar el reto del portero al día siguiente. 

 

Los gritos seguían de fondo pero traté de no hacerles caso. Agarré la bolsa, le hice un nudo imposible intentando no mancharme, y salí al pallier, cuando los gritos se volvieron una orquesta disonante de esas que ponen la piel de gallina y hielan los huesos. Su puerta, al otro lado del pasillo, acababa de abrirse, y con la ventisca de su departamento me llegaron los insultos hoscos y graves de uno de los inquilinos. De pronto, la vi salir a ella con una bolsa de basura en mano, vistiendo una remera de entrecasa y unos shorts viejos.

 

Era delgada, de tez pálida y pelo largo. Supuse que en algún otro momento de su vida me hubiese parecido atractiva, pero había algo en su mirada que me impedía sentirlo. Y eso que ni me miró. No me registró, no veía más allá de sus pies y el tacho de basura en el centro del pasillo. Caminó ofuscada, tiró la bolsa de un sacudón, y volvió a los gritos al departamento, cerrando con un portazo que me hizo temblar los intestinos.

 

Me sacudí el frío de los hombros y emprendí la marcha, tentado de seguir de largo y apoyar la oreja contra su puerta. Pero lo cierto era que ni falta hizo. Podía escucharse todo lo que decían con lujo de detalles. Ella le pedía que hiciera algo con la casa, que era todo un desastre, que siempre lo mismo, que usaba el lugar como un hotel, que no se hacía cargo de nada. Él le decía que laburaba, que llegaba tarde, que no le rompiera las pelotas. Subieron el tono, empezaron las puteadas de nuevo, y tuve que tirar la basura porque empecé a sentir el frío hormiguearme el cuerpo entero.

 

Me volví a casa no sabiendo bien qué pensar. Pero lo irónico de todo fue que, pese a lo mucho que molestaban, si algo disfrutaba, eso eran las peleas ajenas. Podía quedarme escuchándolos por horas, elucubrando posturas corporales, inmerso en su telenovela dantesca, regalándome escasos minutos en los que saboreaba tener una vida que, justo en ese momento, era ligeramente mejor que la de otros pobres desafortunados.

 

La noche siguiente volvimos a cruzarnos en el pallier a la misma hora. Ella seguía sin registrarme, pero ese pequeño instante de ver el interior de su departamento volvía todas mis ideas más reales, me daba material para imaginar con sustento, hacía de la experiencia de degustar sus batallas una más vívida y palpable.

 

Seguí saliendo a las siete y cincuenta y cinco, esperando con la puerta entreabierta a que ella abriera la suya, y cada vez me acercaba más para relojear el interior cuando me daba la espalda. Cada vez me detenía más en sus ojos, en sus labios, sus caderas.

 

Hasta que una tarde, tanto detalle me puso la piel de gallina. En especial porque fue la primera vez que me miró a los ojos.

 

Los gritos habían escalado a niveles que no lo habían hecho previamente. Peleaban por lo de siempre, pero esta vez se oyeron vidrios. Mi corazón había estado latiendo fuerte tras la pared que nos separaba. Yo sabía que la copa la había tirado ella, pero algo no estaba bien. Se escucharon los portazos, el silencio en el ojo del huracán, y supe que todos cortamos la respiración unos buenos segundos. Cuando salimos a nuestro encuentro diario, la vi cojear hasta el cesto y mirarme con vergüenza.

 

Dejó la basura lo más rápido que pudo y volvió a su infierno casi en un abrir y cerrar de ojos. No pude mirar dentro, pero no tuve ganas. Me quedé inmóvil en el marco de mi puerta, con la bolsa oscilando entre mis dedos y una brisa helada recorriéndome las piernas.

 

La tarde siguiente salió diez minutos antes. Supongo que no quería cruzarse conmigo, pero yo estaba listo. La noté mejor de su cojera, pero apenas si pude observarla que ya había desaparecido.

 

Quería evitarme, y la entendía, pero esto ya iba más allá de mi curiosidad. Tenía que saber que estaba todo bien. Cuando, claramente, hacía demasiado que no lo estaba.

 

Los gritos siguieron. Eran la constante, mi brújula en su vida.

 

Creo que no me sorprendió cuando apareció con un moretón en su pantorrilla derecha. Me miró de nuevo, pero a su vergüenza se agregó algo que no supe descifrar a la primera. Intentó una risa para minimizar la situación, que no hiciera caso, pero la mueca le salió trunca, rara. Volvió y los alaridos continuaron.

 

A ese moretón le siguió otro en el hombro izquierdo. Su sonrisa fue más exagerada esa vez, pero también lo fueron los gritos de toda esa semana.

 

Yo la miraba, salía a buscarla, no quería meterme en su vida pero al mismo tiempo quería estar. Ya no me interesaba imaginar qué pasaba del otro lado, pero no me quedaba otra opción. Le mantenía fija la mirada, con eso le decía que sabía lo que estaba pasando, que estaba si me necesitaba. En una mano la bolsa de basura, en la otra el picaporte. En medio, la puerta abierta de par en par, como sosteniendo la entrada a un tren que podía llevarla a un lugar mejor. Pero ella sonreía, inclinaba su cabeza y daba media vuelta.

 

No podía hacer más. O eso me decía para poder dormir por las noches.

 

Y eso me dije hasta esa vez que salió con su ojo derecho sin poder abrirlo de lo negro que estaba. La bolsa se me cayó de la mano y se despedazó en el suelo. No me sonrió. No ocultó la realidad que yo ya conocía. Su mirada ya no escondía vergüenza. Solo terror. Y lo entendí.

 

Preparé todo para la noche siguiente. Les pedí prestado un colchón a mis papás, sábanas limpias, toallas nuevas y un poco de ropa. Comida, un teléfono viejo y varios números de centros contra violencia de género.

 

Fue así que llegó esa noche. Sudaba frío, daba vueltas por la casa, me secaba las manos en el pantalón. Miré mi reloj una y otra vez, me aseguré de tener su teléfono cargado varias veces, dejé un cuchillo de cocina a mano por si las cosas se ponían feas. En un momento dado tomé aire, cerré los párpados y tragué saliva. Acababan de dar las siete y cincuenta y cinco de la tarde.

 

Salí a su encuentro con el corazón que me latía desbocado en el pecho. Aguardé con una mano en el picaporte y la otra libre, pero pasaron los segundos y su puerta no se abrió. Pasaron los minutos y solo me acompañó el viento ululando en el pasillo. Pasaron las horas y nadie salió a tirar la basura. Porque desde esa noche, a pedido de todos en el edificio, no hubo más gritos.


Ezequiel Martinez Wagner

Registrado en la DNDA, Julio 2022

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